Por toda América Latina es muy vasto, muy brutal, el ataque contra las comunidades campesinas e indígenas por parte de las industrias agroquímicas; las grandes plantaciones de alimentos, mercancías de exportación, árboles o agrocombustibles; las mineras, las petroleras, las madereras; las empresas de manejo de agua, de manejo de basura, las constructoras, las inmobiliarias y los narcotraficantes —junto con los gobiernos a nivel nacional, estatal y cantonal o municipal. Quieren expulsar de sus vitales espacios a la gente que ha cuidado sus territorios:
su agua, bosque, biodiversidad, cultivos propios, semillas nativas. Desprecian una vida dedicada a la siembra, la caza, la pesca, la recolección y la práctica de un equilibrio recurrente de su espacio vital. Así, además de apoderarse de vastas extensiones de terreno con todos sus recursos, pueden aprovechar la mano de obra de todos los expulsados.
Pero las comunidades comienzan a entender que ser expulsados del campo los llevará (como trabajadores casi esclavizados) a los campos de labor, a los invernaderos, las fábricas, las maquiladoras o los talleres de las grandes empresas que invaden sus territorios y les roban la riqueza.
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